Aprender a vivir. cuatro actitudes y un camino
APRENDER A VIVIR
CUATRO ACTITUDES Y UN CAMINO
En la vida, las cartas están echadas.
Pero cada uno puede hacer con ellas un juego diferente (Goethe).
Tú me dirás que es difícil sonreír cuando se es desgraciada.
En efecto, pero eso se aprende.
Y una se da cuenta rápidamente que es todavía más difícil
ser desgraciada cuando se sonríe. ¡Eso es! (F. Garagnon).
ÍNDICE
Introducción
1.Vivir en presente
Alejados del presente
La mente del mono
Presente es atención
La meditación, camino del Presente
Para continuar
Bibliografía
2.Vivir en profundidad / vivir en Dios
Alejados de la profundidad
Vivir en profundidad
Dios, la Profundidad de lo real
Ante el horizonte transpersonal
La meditación, camino sostenido hacia la Trascendencia
En Ti
Para continuar
Bibliografía
3.Vivir en fraternidad y solidaridad
Encerrados en la cápsula del yo: narcisismo e individualismo
Alejados unos de otros: desigualdad e injusticia
La compulsión por la riqueza
El pensamiento dualista que lleva a la crispación y al enfrentamiento
Hacia una nueva conciencia
Para continuar
Bibliografía
4.Vivir constructivamente lo que nos hace sufrir: seis actitudes constructivas
1.Acogerse a sí mismo, frente al rechazo de sí y la autoculpabilización
2.Aceptar lo que nos hace sufrir sin reducirnos, frente a la negación del problema y al hundimiento
3.Dialogar con el niño o la niña interior, frente a la lejanía de sí
4.Desdramatizar, frente a la tendencia a la dramatización
5.Traducir el malestar en dolor, frente a la huida y el funcionamiento imaginario
6.Des-identificarse por medio de la observación, frente a la autoafirmación del yo
Bibliografía
5.El camino de la meditación
Pensamiento y atención
Observar al pensador / observar al observador
Abrirse a la Conciencia transpersonal
La meditación en la acción
Meditar a partir de la observación del cuerpo
Oración personal y meditación teísta
Bibliografía
Guía para el tiempo de oración
Conclusión
Epílogo: Ayudar a vivir, facilitar la vida. Educar a los niños en valores y en espiritualidad
Anexo: Niveles de conciencia y percepción de la realidad
Ver también
I vivir en presente
1. VIVIR EN PRESENTE
Si como eternidad no se entiende una duración temporal infinita sino atemporalidad, entonces puede decirse que vive eternamente quien vive en el presente... Sólo quien no vive en el tiempo, haciéndolo en el presente, es feliz. Para la vida en el presente no hay muerte (L. Wittgenstein).
Si pudiéramos atender con plenitud a la vida, nada nos sería rutinario y tedioso (M. García-Baró).
El momento presente contiene la clave de la liberación, pero no puedes encontrar el momento presente mientras seas tu mente (E. Tolle).
Quien no vive en presente, malvive en la ignorancia y, por tanto, en el sufrimiento.
Alejados del presente
¿Cuánto tiempo permanezco presente a mí mismo a lo largo del día? Y, ¿dónde estoy cuando no estoy conmigo? La experiencia nos lleva a constatar algo que habremos de considerar como nuestro punto de partida: vivimos lejos del presente y, por ello, no nos habitamos a nosotros mismos, sino que nos encontramos divididos entre el pasado y su proyección al futuro. Vivimos entre la nostalgia de lo que ha sido y la ansiedad por lo que no es o por aquello otro que creemos que será, mientras dejamos escapar lo único que tenemos a nuestro alcance, el paso decisivo que posibilita cualquier construcción real: el presente. Tomar conciencia de ello será la clave para reconducir la lejanía de nosotros mismos desde la que rutinariamente vivimos.
Lejanía que, en nuestro momento cultural, se ha acentuado. ¡Disponemos de tantas coartadas para vivir alejados de nosotros mismos! Siempre caminamos acelerados. La prisa aparece como una escapatoria fácil, por lo que la mantenemos e incluso la potenciamos; pero en realidad es suicida, porque nos impide vivir. Como dice José A. Marina, confundimos la excitación con la intensidad; pasamos sobre el presente con desdén, distraídos; nos falta concentración porque estamos apresurados o inquietos.
En medio de nuestra agitación, se nos hace difícil entender la típica indiferencia oriental hacia la prisa, si es que no termina sucumbiendo ante los embates de la globalización. Cuenta una leyenda que el Himalaya está hecho de granito macizo y que, cada mil años, un pájaro lo sobrevuela, rozando las cimas con un pañuelo de seda que cuelga de su pico. Pues bien, cuando el Himalaya haya sido desgastado, habrá transcurrido un día de un ciclo cósmico. ¿A dónde se supone que vamos con tanta prisa, si adelante también llueve?
De entrada, aunque en nuestro medio esté potenciada por una competitividad ciega y absurda, la prisa encierra algún tipo de huida. Huida que expresa alguna resistencia a permanecer en el presente, que será bueno nombrar si queremos poner remedio. Ken Wilber lo expresa de este modo: "Hay un hecho exasperante, pero inconfundible: nadie quiere la consciencia de unidad [] Estamos siempre resistiéndonos a la presencia de Dios, que no es otra cosa que el presente total, en todas sus formas La comprensión de esta resistencia secreta es la clave fundamental para la iluminación.
Importa mucho comprender las raíces de esa resistencia y afrontarlas. De otro modo, haremos de nuestra vida una huida constante, estaremos lejos de nosotros mismos por la incapacidad de permanecer en el presente y, en lugar de vivir, sobreviviremos pobremente.
¿Por qué no estamos en el presente? En primer lugar, por el hábito: hemos sido educados y hemos aprendido a vivir distraídos, metidos en la vorágine de la actividad y del pensamiento, hasta el punto de que hemos hecho de esa forma de vivir una segunda naturaleza. El hábito se ha convertido en una rutina que, si bien consigue economizar energías, nos aleja de la atención y, por tanto, del presente. En cierto modo, puede decirse que nos encontramos programados para vivir (funcionar) despistados; modificarlo requeriría lucidez, para percibir la trampa, y un profundo ejercicio de reeducación, para sustituir aquel hábito por otro saludable, que nos permitiera vivirnos más y más en presente.
Lo que ocurre es que dicho hábito suele hundir sus raíces en otro motivo más oculto: el sufrimiento no elaborado. A partir de sus primeras experiencias dolorosas, sobre todo si tiene que vivirlas en soledad, el niño, en un movimiento instintivo, empieza a huir de sí mismo, como un modo de alejarse de su dolor. Esa huida le conduce a la cabeza y al exterior; en cualquier caso, lejos de su mundo interior y, simultáneamente, lejos del presente. Por eso encierra tanta sabiduría el principio psicoanalítico: hacia el Este (la infancia) y hacia lo hondo. En todo caso, a aquella huida hay que añadir el hecho de que el sufrimiento, que nace de un vacío afectivo, se traduce en ansiedad y se manifiesta en la prisa, con lo cual la huida se acelera, alimentándose a sí misma. Para cortarla, será necesario enfrentar los miedos que, como consecuencia de aquellas experiencias dolorosas, han quedado grabados y que hoy son los responsables de que nos mantengamos alejados de nosotros mismos.
Sin embargo, la causa última que explica nuestra dificultad para vivir el presente es justamente algo que nos caracteriza como seres humanos: es nuestra capacidad de pensar o, más exactamente, el pensamiento.
Parece ser que el sueño fue la forma más primitiva de pensamiento. Probablemente, la evolución de la corteza cerebral hizo que el sueño se prolongase durante la vigilia y, con el desarrollo del lenguaje, se convirtiera en pensamiento. Y, con el pensamiento, se desarrolló la lógica y la deducción, capaz de resolver problemas del entorno. Fue un paso gigantesco en la evolución. El pensamiento, que hizo posible un despliegue inimaginable, mostró y sigue mostrando su eficacia cuando funciona ajustadamente. Pero, con el pensamiento, llegó también la cavilación, generando un sufrimiento añadido, y la coartada para no vivir en el presente.
La mente del mono
Decir pensamiento es decir pasado; son equivalentes. La razón es que nuestra mente únicamente puede operar en el pasado (o proyectándolo hacia el futuro). Como señala Tolle, incluso cuando el ego cree estar en el presente, no ve el presente. El motivo es claro: el ego (la mente) sólo puede ver el presente con los ojos del pasado, porque no puede sino sobreimponer en el presente sus propios recuerdos. Por eso es exacto decir que el pensamiento es memoria y pasado, mientras que el presente es atención y observación. De hecho, pensamiento y observación se excluyen mutuamente: si piensas, no puedes observar; cuando observas, no puedes pensar. En conclusión, el mayor obstáculo para vivir en presente es el pensamiento.
Esto significa que, si queremos vivir en el presente, necesitamos aprender a cortar el pensamiento, sobre todo en sus formas extremas de cavilación y obsesión, y ejercitarnos en la práctica del no-pensamiento, para abrirnos así a la dimensión atemporal del Presente.
Dejado a su aire, el pensamiento es como un gusano que jamás deja su agujero hasta que no ve otro en el que introducirse. O como el mono inquieto que no deja de saltar de rama en rama, sin tregua y sin objeto. Por eso, podemos estar seguros de que casi todos nuestros males provienen de las vueltas que damos a la cabeza. O, por decirlo de un modo más ajustado, de una mente no observada. No es extraño, si tenemos cuenta el resultado de un estudio llevado a cabo por una universidad norteamericana: una persona tiene cada día unos 60.000 pensamientos y el 95 % de ellos son los mismos que tuvo en el día anterior.
Es obvio que la mente es un instrumento precioso cuando se usa correctamente. Pero no lo es menos que, cuando va a su aire, es fuente de sufrimiento. La mente no observada termina poseyéndome, hasta el punto de que ya no soy yo el que piensa, sino que el pensamiento mismo se ha vuelto independiente de mí. Y eso ocurre porque, al no tomar distancia de la mente, acabo inevitablemente identificado con ella: Soy lo que pienso. Tal identificación -que llegaría a adquirir status filosófico en el principio de Descartes: pienso, luego existo- es la que hace que el pensamiento se vuelva compulsivo, hasta el punto de convertirse en una adicción. Por eso, ha podido escribir D. Loy, con toda razón, que la preocupación constante es la naturaleza de una mente no despierta.
Y ése es precisamente el ego: la mente no observada que dirige mi vida, según pautas aprendidas y reiteradas una y mil veces, como una noria que repite ininterrumpidamente su mismo giro, aumentando la mentira y la insatisfacción.
Sólo hay un medio de detener esa noria, un solo camino para salir de esa trampa compulsiva que nos posee: la observación. En cuanto empezamos a observar nuestros pensamientos, éstos empiezan a ralentizarse, hasta terminar diluyéndose. Apenas observamos nuestra mente, comienza la des-identificación: caemos en la cuenta de que somos más que nuestra mente, podemos observarla a distancia. En cuanto observo mi mente, dejo de identificarme con ella, porque el que observa es distinto de lo observado. Y una mente de la que nos hemos des-identificado deja de adueñarse de nuestra vida. La mente observada se vuelve dócil y ajustada, porque es absolutamente cierta la ley psicológica enunciada por la psicosíntesis de Roberto Assagioli: Estamos dominados por aquello con lo que nos identificamos, pero dominamos aquello con lo que no nos identificamos.
Vivimos en presente cuando estamos, no en el pensamiento, sino en la observación. Al observar nuestros pensamientos, deseos, sentimientos y reacciones, nos vamos adiestrando en una mente observada o, lo que es lo mismo, tomamos distancia de nuestro yo, con lo cual ganamos en libertad e iniciamos un proceso de ampliación de conciencia. No seguimos identificándonos con el yo-mental -que había sido nuestra identidad más habitual-, sino que empieza a abrirse paso una nueva identidad, que trasciende e incluye al yo, el Testigo que observa. En efecto, en cuanto caigo en la cuenta de que el yo es observado, se desvanece mi identificación con él, para empezar a identificarme con quien observa. Este Testigo, no el pensamiento, es quien puede vivirse en presente.
Presente es atención
Decía antes que el pensamiento es lo opuesto a la observación. ¿Cuál es la diferencia entre un niño que se queda extasiado viendo cómo bota un pelota y un adulto que no se inmuta ante ese mismo hecho? Sencillamente, que el niño ve, mientras que el adulto mira y piensa-recuerda-sabe que ve. El pensamiento es necesariamente recuerdo, memoria del pasado y proyección hacia el futuro; en definitiva, no-presente. La observación, por el contrario, es presencia. Y en ella ocurre algo peculiar: cuando hay observación-atención, no hay pensamiento y tampoco hay yo. Por eso, cuando un niño está atento en sus dibujos animados, no puede oír a quien lo llama, sencillamente porque no está. Cuando estamos concentrados en una lectura, una película, una acción, o contemplando un paisaje, ¿dónde está nuestro yo?
Eso que llamamos yo es, por tanto, una realidad muy peculiar. Únicamente puede existir gracias al pensamiento; debe su existencia al hecho de ser pensado, al hecho de que la memoria le atribuye una condición de estabilidad. Sin pensamiento, sin memoria, cuando somos observación, no hay yo. Lo cual nos conduce a otra conclusión extraña, pero que nos pone igualmente en la buena pista: cuando estoy atento, yo no estoy; si yo estoy, es señal de que no estoy atento.
¿Qué es, pues, vivir en presente? A mi modo de ver, podemos distinguir dos etapas en el estar presente, ya que así damos razón de los dos modos posibles de percibir nuestra propia identidad. Veámoslo más despacio.
En una primera etapa, vivir presente es habitarse, habitar la propia casa, sentirse a sí mismo. Esta etapa se corresponde a la identidad que podemos llamar de un yo integrado. La persona que ha avanzado en la integración progresiva de sí misma en todas sus dimensiones (cuerpo, sombra, mente) llega a reconocerse como un yo más o menos integrado y a vivir un estado de presencia a sí misma que he designado como habitarse. Se trata, en este caso, de un sentimiento de presencia consciente y cercanía amorosa a sí misma, que se va haciendo posible gracias al conocimiento de sí, la aceptación, la humildad, el diálogo interno, la reeducación de viejos hábitos y la eventual curación de bloqueos.
Pero no todo termina aquí. De hecho, el objetivo no consiste en llegar a habitar la propia casa; una vez habitada, surge un movimiento a trascenderla. La persona se ve llevada a ir más allá. Porque la autorrealización, si no se aborta artificialmente, conduce a la autotrascendencia. Emerge una nueva identidad, nada fácil de describir, debido a que el pensamiento ha quedado ya trascendido. En ella, no hay un yo separado de todo lo demás; por eso, en esta nueva identidad, estar presente consiste justamente en no-estar (al igual que el niño cuando está concentrado en los dibujos animados): se da tal atención, tal calidad de observación, que no hay yo Todo es presencia; todo, sencillamente, ES, sin alguien que pueda decir yo. Hemos entrado en un ámbito transmental, transegoico, transindividual, en el ámbito de la no-dualidad.
Veamos en un esquema esa doble modalidad de Presente:
PRESENTE COMO HABITARSE,COMO PRESENCIA A SÍ MISMOPRESENTE COMO PURA ATENCIÓN,COMO NO-PENSAMIENTO
Presente = habitarse Sentirse Estar en lo que se hace En el vientre (hara) Dios, percibido Presente en lo íntimo de síPresente = No-estar: no hay yo Presente = Unidad Entregarse al vacío En ningún lugar Dios: Presente, Lo Que Es, Un Solo Sabor
Estoy atentoEstoy en el presenteMe siento en unidadLa Atención ESEl Presente ESLa Unidad ES
Por eso, se dan dos modos de volver a la paz (desde todo aquello que puede hacernos sufrir):
1)Depositarlo en lo profundo (en el Silencio, en Dios)
2)Observarlo, hasta que nos desidentificamos de ello.
La psicología clásica, más específicamente la psicología profunda y la humanista, tiene como objetivo el logro de una personalidad equilibrada, un yo integrado. La psicología transpersonal pretende dar un paso más, a partir de la observación de estos nuevos datos: el yo integrado es sólo un estadio que conduce a otro, un momento del proceso que ha de ser trascendido. De ahí que la psicología transpersonal se aproxime necesariamente a la espiritualidad, en la acepción más amplia y original de este término.
Por eso, también desde este ángulo, podemos apreciar la convergencia de fondo entre psicología y espiritualidad. Ésta sin aquélla queda coja, carece de instrumentos y de recursos para llegar a la meta que propone; pero aquélla sin ésta, la psicología sin la espiritualidad, queda ciega, no tiene más meta que el yo integrado, no tiene más luz para saber a dónde dirigirse.
¿Cuáles son las dificultades para vivir esas dos etapas o modos de presencia? La mayor dificultad para habitarse hay que buscarla por el lado de todo aquello que nos mantiene alejados de lo mejor de nosotros mismos.Podemos estar en la rutina, en el automatismo, en el pensamiento ininterrumpido y no observado En su raíz, encontraríamos sufrimiento no resuelto y hábitos adquiridos, fruto del aprendizaje y del ambiente.
Por otro lado, la presencia -entendida como no-pensamiento- va a encontrar su resistencia primera en el hecho de que un planteamiento así puede resultarnos, de entrada, insólito. Pero la resistencia mayor aparecerá enseguida en forma de un yo que se niega a desaparecer como tal, y que se empleará a fondo para seguir ejerciendo su papel de protagonista.
Frente a ambas dificultades, encontraremos ayuda en la atención: atención al momento presente, a lo que estamos realizando, al propio cuerpo; atención que se vive en forma de entrega a lo que estamos haciendo; atención, como observación de los propios pensamientos, hasta que éstos se detengan y nos vayamos haciendo diestros en el paso de nuestra identidad habitual a una nueva identidad que va más allá de las fronteras de nuestra piel.
La meditación, camino del Presente
Una relación sana consigo mismo, base de cualquier otra relación, pasa necesariamente por vivirse en presente, en esas dos etapas a las que me refería: 1) vivir conscientemente el presente, sintiendo que estoy en lo que hago, y de ese modo, 2) poder dar el paso al puro Presente en el que yo ya no estoy. Y no estoy porque el yo deja paso a una nueva identidad, en la que el propio yo queda trascendido.
El medio privilegiado para acceder a este Presente es la meditación. En sánscrito, meditar significa aquietar el flujo de la mente. De eso se trata, de ejercitarnos y adiestrarnos en una práctica que nos ayude a liberarnos de la tiranía de una mente no observada y nos permita acceder a esa nueva dimensión que está más allá del pensamiento.
En el capítulo 5 me detendré en la explicación de esa práctica meditativa que facilita vivir el presente, y lo haré incluyendo expresamente esa doble etapa de la que vengo hablando. Por el momento, quiero únicamente apuntar que todo el secreto de la meditación consiste en aprender a observar. Observar la evolución de la propia mente hasta que el pensamiento observado empiece a aquietarse y dé lugar a la concentración. Observar lo que nos rodea, con capacidad de sorpresa, asombro y admiración. Observar nuestro propio cuerpo, como medio privilegiado de conectar con nosotros mismos y de volver al presente.
El cuerpo va a ser nuestro gran aliado en esa tarea. Por una parte, porque, a diferencia de la mente, el cuerpo no puede escaparse al pasado ni al futuro. De ahí que baste sentirlo, escucharlo, para venir al presente. Pero hay más todavía: cuando mantenemos una escucha sostenida del propio cuerpo, empezamos a sentir su energía y accedemos así a lo que E. Tolle ha denominado nuestro cuerpo interno. Si permanecemos en la observación de ese cuerpo interno, podremos experimentar cómo las barreras corporales parecen diluirse, el cuerpo se hace omni-inclusivo y se va (nos vamos) fundiendo en la Conciencia de Lo Que Es. De ese modo, también por la observación del cuerpo, llegamos a la misma experiencia que por la observación del pensamiento, al puro Presente atemporal, al presente sostenido, a la vivencia de la no-dualidad.
Es, pues, la observación -la práctica meditativa- la que franquea el camino de acceso al Presente y, en ese mismo movimiento, a la Trascendencia. Habíamos empezado habitando nuestra casa; gracias a la meditación, terminamos trascendiéndola. Habíamos trabajado para consolidar un yo integrado; gracias a la meditación, emerge una nueva identidad. En el primer momento, el yo aparece como una realidad consistente, que se atribuye a sí mismo estabilidad y continuidad, pero de hecho es tan sólo un concepto carente de identidad propia.
Hagamos una primera prueba. Cierra los ojos por un momento e intenta encontrar al perceptor del yo. Aparecerán en primer lugar los pensamientos. Ve más atrás. Intenta observar detrás de tu hombro. Nota si existe un perceptor anterior a ti mismo, anterior al yo. Percibirás un océano de silencio, un ilimitado mar de conciencia viva asociada a no-algo. Notarás entonces que eres realmente partícipe de la continuidad y estabilidad eterna de una Vida sin separación, sin división, sin principio ni fin: ése es el estado de la no-dualidad. Advierte que quien percibe ahí no es el yo, sino el No-yo, el Testigo no-dual, el perceptor absoluto. Mientras seas capaz de mantener la atención sin volver al pensamiento, ese estado permanecerá. Ese estado no es otra cosa que el principio del Presente atemporal.
Ahora bien, es importante señalar que, en principio, no parece posible trascender la propia casa sin previamente habitarla. Dicho de otro modo, no se puede puentear el yo. Como acertadamente escribiera Jack Engler, tienes que ser alguien antes de poder ser nadie. Puede ocurrir que haya personas que, sin haber resuelto la problemática del propio yo, busquen en la meditación un atajo hacia la trascendencia. Es un intento infructuoso e incluso peligroso: los problemas no resueltos harán su aparición antes o después, reclamando atención. El trabajo psicológico no se puede soslayar.
Pero con una cautela. El trabajo psicológico sobre sí mismo, la formación o la terapia pueden ser herramientas preciosas e imprescindibles en un trabajo que tenga como meta trascender el yo. Sin embargo, pueden también convertirse en nuevas estratagemas a las que el yo se aferra para sobrevivir y perpetuarse, ahora incluso desde el orgullo sutil de un yo realizado. Se trata de un equilibrio delicado, que ha de sortear dos escollos igualmente peligrosos. Por un lado, si no se avanza en la integración del yo, por medio del trabajo psicológico, será imposible trascenderlo. Pero, por otro, si uno se queda en el yo integrado, abortará igualmente la posibilidad de trascendencia.
La práctica de la meditación será la que favorezca la emergencia de motivaciones poderosas para emprender un trabajo personal, tanto de integración como de trascendencia del yo. De hecho, en cuanto se empieza a experimentar la riqueza que encierra el presente, ya no se puede renunciar a su búsqueda. En cuanto se vivencia el tesoro de la observación, se libera uno de la tiranía del pensamiento. En cuanto se empieza a atisbar la no-dualidad, se crece en libertad frente a la arrogancia del yo y a las exigencias de la propia imagen. La persona empieza a adentrarse en una nueva conciencia, en una tierra de libertad y de comunión.
Para continuar
Como podrá apreciarse por las mismas preguntas, en el trabajo propuesto se hace referencia únicamente a la primera etapa en la vivencia del presente. Recordemos que, en esa acepción, vivir en presente equivale a ser consciente de sí mismo o habitar la propia casa. Otra cosa es trascender el pensamiento, gracias a la observación: ése es el presente del no-pensamiento, es decir el presente sin yo. Espero que pueda quedar más claro al hablar de la meditación.
¿Puedo decir que vivo en presente: presente a mí mismo/a y presente en lo que hago? ¿En qué lo noto?Cuando no me vivo en presente, ¿qué vivo?¿Qué ventajas me aporta ese modo de vivirme? (o, de otro modo: ¿por qué me mantengo lejos del presente?)¿Cuáles son mis dificultades más importantes para vivirme en presente?¿Qué puede ayudarme para ejercitarme en vivirme así?
Bibliografía
-GIACOBBE, G.C., Cómo dejar de hacerse pajas mentales y disfrutar de la vida, Círculo de Lectores, Barcelona 2004.
-MARTÍNEZ LOZANO, E., Donde están las raíces. Una pedagogía de la experiencia de oración, Narcea, Madrid 2004, pp. 85-97: Experimentarse presente a sí mismo.
-SESHA, El eterno presente. La realización del Ser. Un camino hacia la meditación en la acción, Grial, Bogotá 1998.
-TOLLE, E., El poder del ahora. Un camino hacia la realización espiritual, Gaia, Madrid 2001.
Iii vivir en fraternidad
3. VIVIR EN FRATERNIDAD Y SOLIDARIDAD
Todos somos órganos de un mismo cuerpo (Pseudo-Basilio, monje del s. IV).
Estamos inventando una nueva forma de vida: un macroorganismo planetario que engloba el mundo viviente y los productos humanos, que también evoluciona y cuyas células seríamos nosotros (H. Reeves).
Encerrados en la cápsula del yo: narcisismo e individualismo
Nuestra cultura se caracteriza por una exacerbación del yo: el estadio racional-mental-egoico, que hizo su aparición hace unos 2500 años, parece haber llegado a su apogeo y, por ello mismo, a su agotamiento; no da más de sí. Su gran aportación o contribución al desarrollo humano tendrá que ser integrada en un nuevo nivel de conciencia.
En la que podemos designar como cultura del yo, la realidad se percibe, ante todo, como fraccionada en múltiples objetos: las partes predominan sobre el todo. La conciencia egoica es, necesariamente, una conciencia fragmentada. Porque la mente únicamente puede operar a partir de la diferencia entre el observador y lo observado. Y, desde esa diferencia y distancia inicial, lo observado no es sino una multiplicidad indefinida de objetos, es decir, de partes, que predominan sobre el todo. Coherente con ello, en todos los niveles de este estadio mental, lo individual predominará sobre lo común. El propio sistema económico, característico de esa cultura, lo revela bien: el capitalismo no es sino egoísmo económico institucionalizado.
Por otro lado, en un sistema cultural global, todo resulta coherente. Si a nivel amplio, se llega a una exacerbación del yo, a nivel individual ocurre exactamente lo mismo: psicológicamente, la persona se identifica de tal modo con su yo individual, que termina reduciéndose a él.
Tal estadio de la evolución humana encierra, indudablemente, una dimensión totalmente valiosa: la conciencia personal, emergida y afianzada tras etapas pre-personales.
Pero, paralelamente, implica riesgos graves: el individualismo engañoso y asfixiante y el narcisismo estéril y agotador. En efecto, la persona que se ha identificado con su yo tiene muy difícil superar la fase narcisista. Puede hacer de su propio bienestar el objetivo último de su vida, con lo que hará que todo gire en torno a sí misma. Los mismos recursos y bienes materiales los vivirá en función de su yo. Si a ello añadimos que la posesión -y, en concreto, el dinero, como expresión de la misma- se percibe como sinónimo de seguridad, puede explicarse que la persona, centrada en un yo absolutamente necesitado de seguridad afectiva, experimente la pulsión de acaparar y la resistencia a compartir.
Porque de eso se trata, a fin de cuentas: ¿para qué vive el yo? Un yo exacerbado y al mismo tiempo inseguro se aferrará compulsivamente a todo aquello que perciba como fuente de seguridad. No resulta extraño, por ello, que, según una encuesta reciente, los principales valores en USA sean los siguientes: ser atractivo, tener éxito y ser rico. Como puede apreciarse, los tres apuntan en una misma dirección: el sostenimiento del pequeño yo, que busca afirmarse por todos los medios.
La nuestra es una sociedad consumista: se consumen objetos innecesarios a través de la excitación del deseo. Y es una sociedad de sensaciones, que no pospone la gratificación y que busca la satisfacción inmediata. Este consumo distrae, entretiene y no deja espacio para otra cosa; se vive vertido hacia la superficialidad frívola, en un reduccionismo de lo humano que puede considerarse como la mayor lacra actual. Se crea un clima materialista que encierra a las personas dentro de un consumo de sensaciones y promete la novedad inacabable: por primera vez se ha creado un cuasi paraíso consumista que emula al Edén celestial (J.M. Mardones). Después de todo, quizás no sea todo ello sino un intento desesperado por no enfrentarse a la miseria de una vida superficial presuntamente feliz (G. Durand).
Alejados unos de otros: desigualdad e injusticia
Empecemos con algunos datos sobre nuestro mundo. Según una estimación realizada por el doctor Phillip Harter, de la Facultad de Medicina de la Universidad de Stanford, si consideramos a toda la población de la tierra como una aldea de sólo cien personas, ésta se asemejaría a lo siguiente: 57 de ellos serían asiáticos; 21 europeos; 14 americanos; 8 africanos; 30 blancos; 70 no blancos; 6 poseerían el 59 % de la riqueza del mundo (y los 6 serían estadounidenses); 80 vivirían en condiciones infrahumanas; 70 serían analfabetos; 50 sufrirían desnutrición; 1 tendría educación universitaria; 1 poseería ordenador.
Contamos también con datos recientes del Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD): De los seis mil millones de personas que habitan hoy el planeta, 1.300 millones viven con menos de un dólar diario, y más de 2.000 millones con tan sólo un dólar diario. El 20 % de la población mundial consume el 93 % de todos los productos y servicios, mientras que el 20 % más pobre consume tan sólo el 1,4 %. Y el abismo entre unos y otros sigue creciendo, en lugar de reducirse: la diferencia entre el 20 % más rico y el 20 % más pobre del mundo pasó, del 30/1 en 1960, al 61/1 en 1991, y al 78/1 en 1999. Los 225 individuos más ricos del mundo, 60 de los cuales son norteamericanos, poseen entre todos una fortuna valorada en más de 1.000 billones de dólares, equivalente a la renta anual del 47 % de la población más pobre del mundo (unos 2.500 millones de personas). El costo para lograr y mantener el acceso de todos los humanos a la enseñanza básica, a la atención de salud, a una alimentación suficiente, agua limpia y saneamiento... se cifra aproximadamente en unos 44.000 millones de dólares/año, cantidad inferior al 4% de la riqueza combinada de esas 225 personas. 850 millones de personas pasan hambre sistemáticamente y un tercio de dichas personas mueren antes de cumplir los 40 años. 1/3 de la población carece de agua potable; dentro de 20 años, serán ya 2/3. El flujo de dinero del Norte hacia el Sur alcanzó, en 1990, la cifra de 54.000 millones de dólares, en forma de inversiones, préstamos y ayudas; en el mismo año, las transferencias del Sur al Norte fueron del orden de los 500.000 millones de dólares. Y sin embargo... el mundo gasta 850.000 millones de dólares en armamento. El 50 % de esa suma, lo gasta USA: su presupuesto militar para 2004 era de 440.000 millones de dólares. Según la ONU, el 10 % de ese presupuesto bastaría para asegurar lo esencial de la vida de todos los habitantes del mundo.
El Plan de Naciones Unidas para la erradicación de la pobreza, de enero de 2005, ofrece los siguientes datos aterradores: más de mil millones de personas intentan sobrevivir con menos de 1 dólar al día; 2.700 millones, con 2 dólares (¡casi la mitad de la población mundial!); 1.000 millones no tienen acceso al agua potable; 11 millones de niños mueren al año por malaria, diarrea o neumonía; 6 millones de niños mueren anualmente por malnutrición.
Por otro lado, según un estudio de la Scientific American, para que los otros cinco mil millones de personas vivieran del modo que lo hacen los mil millones más ricos del mundo, se necesitarían los recursos de cuatro planetas más. Y, de acuerdo con las conclusiones del Worldwatch Institute, en los 40 años que van de 1950 a 1990 se consumieron más bienes y más servicios que los consumidos por todas las generaciones anteriores en la historia de la humanidad.
Es decididamente obsceno que 497 personas monopolicen más recursos naturales que la mitad de la humanidad. ¿Por qué soportamos un sistema económico que permite que esto suceda? En el Nuevo Desorden Mundial, la mitad de los recursos mundiales se concentran en 225 grandes fortunas, se da una exclusión social de un 40 % en los países del Sur, y de un 15 % en los países llamados ricos. Y es obvio que las diferencias, en lugar de menguar, se agudizan. En USA, en 1970, el 1 % de la población acaparaba el 21 % de la riqueza; en 1990, el 1 % acapara el 40 % de la misma. Otro tanto ocurre a nivel mundial.
La compulsión por la riqueza
El problema del hambre en el mundo no es un problema económico, sino ético. Si se perpetúa, se debe únicamente al hecho de que no hay voluntad política de terminar con él, a pesar de que existen los medios. La ley del mercado es la ley de la selva, en la que se enfrentan, no del todo conscientemente, pequeños yoes más asustados y vacíos de lo que creen.
Toda compulsión nos habla de adicción, y toda adicción, de vacío afectivo. El vacío instalado en el psiquismo por la falta de respuesta a las necesidades fundamentales del niño exige, ansiosa y compulsivamente, algo que lo colme. Pero, como no puede ser colmado, en cuanto se trata de un vacío que no tiene fondo, la frustración va en aumento y, con ella, la ansiedad y la propia compulsión.
Aquel vacío, reconocido o no, se transforma en una boca voraz e insaciable, que nos lleva a ir por la vida en clave de voracidad, viendo la realidad como mero objeto susceptible de ser devorado. La ansiedad que nos delata no es sino hambre afectiva, derivada del vacío previamente instalado. En este sentido, me resulta curioso el comportamiento de una de las más elementales formas de vida, una ameba, que vive todavía hoy, conocida como el dyctostelium, Se alimenta de bacterias. Si se la priva de alimento y agua, emite una hormona de ansiedad.
Puesto que todo vacío afectivo conlleva una secuela de inseguridad -no olvidemos que la seguridad es consecuencia del apego o afecto-, el sujeto puede proyectar en el tener, como en un espejismo, el hambre de seguridad que no puede esquivar. El dinero se convierte así en un sustituto de la religión, un intento de encontrar a Dios en las cosas (N. Brown), nuevo símbolo de la inmortalidad (E. Becker); aumentar nuestro estándar de vida ha llegado a ser algo tan compulsivo para nosotros porque funciona como sustituto de los valores religiosos tradicionales: es una especie de nueva religión secular. Pero, como ocurre en toda adicción, nunca encontrará un techo; la propia adicción le exigirá dosis cada vez mayores.
Un vacío de este tipo requerirá un trabajo psicológico que pueda ir a la raíz de la carencia. Pero no es éste el único vacío que genera ansiedad. Si éste era producto de nuestra historia psicológica, existe aún otro vacío, mucho más radical, un vacío que podemos llamar esencial, porque afecta precisamente a la constitución misma de nuestra propia identidad como yo.
Terapia psicológica
Psicología transpersonal
Espiritualidad
En un trabajo sumamente interesante, cuyo título recojo al final de este capítulo, David Loy, profesor de filosofía y maestro zen, nos ofrece unas pistas valiosas para identificar y describir este otro tipo de vacío, que he llamado esencial. Según él, el deseo sin fondo, que percibimos como carencia en nuestra vida, se debe al hecho de que nuestro sentido del yo es un constructo que no puede hallar fundamento.
Trataré de decirlo con palabras sencillas. Hay un vacío afectivo que nace de una soledad reiterada o, más ampliamente, de una carencia de amor en los primeros momentos de nuestra existencia. Si éste llega a curarse, la persona podrá experimentarse a sí misma como más integrada, más autónoma y más feliz. La antigua sensación de vacío psicológico habrá dado paso a otra de más vitalidad y plenitud. Pero, mientras la persona se perciba a sí misma como yo, es decir, como identidad separada, no podrá resolver el vacío más radical.
La razón es clara: dado que el yo no existe, su contenido real es vacío. De ahí que, cada vez que quiera referirme a él, identificarme con y como él, lo único que encontraré será vacío. Y un vacío sin solución hasta que no descubra la falsedad de tal identificación y me abra a la identidad verdadera. Todo ello explica que, a mayor intento para asegurar y fortalecer el yo, más frustración e insatisfacción. Ésta es nuestra tragedia: un yo inexistente se empeña en ser protagonista.
La clave radica en el hecho de que el yo, careciendo de consistencia propia, se niega a reconocerlo. Por eso, en realidad, el problema no consiste en que el yo sea irreal, sino en que se empeña en hacerse real de distintos modos, aunque ninguno de ellos funcione. En tanto pretenda afirmarme a mí mismo como yo, sufriré y crearé sufrimiento, porque estoy embarcado en un imposible: me aferro a algo que no existe. Todos los intentos quedarán irremediablemente frustrados. Y como es imposible afirmar el propio yo en sí mismo, recurriré a afirmarlo a través de objetos sustitutorios. Tarea inútil: mientras nos empeñemos en compensar la falta de fundamento del yo, habrá sufrimiento.
Podemos comprobarlo de un modo palpable en el consumismo. El problema fundamental del consumismo es la ilusión de que consumir es la manera de llegar a ser feliz; y aquí vemos la ironía final de nuestra adicción al consumo: según un informe reciente, el porcentaje de norteamericanos que se consideraban felices tocó techo en 1957, a pesar del hecho de que el consumo por persona se ha más que duplicado desde entonces; no obstante, la cantidad de dinero que la gente cree que necesita para ser feliz, se ha doblado. Es decir, una vez nos definimos como consumidores, nunca podemos tener suficiente, pues el consumismo nunca puede darnos realmente lo que queremos de él. Le estoy pidiendo, ¡nada menos!, que me haga sentir como un yo consistente por sí mismo. La frustración está servida. Por eso, siempre es lo próximo que compraremos lo que nos hará felices; y así damos por supuesto que nunca se puede tener demasiado dinero.
Si frente al vacío afectivo, podemos recurrir al trabajo psicológico-terapéutico, frente a este vacío esencial, necesitamos los recursos que nos ofrece la psicología transpersonal y la espiritualidad.
En la tradición cristiana, nos aparecen las palabras sabias de Jesús, que hablan de negarse a sí mismo, como condición para vivir. Tantas veces mal interpretadas desde una clave sacrificial y dolorista, constituyen, sin embargo, una lúcida llamada a despertar, cayendo en la cuenta de que ese yo que nos tiraniza no tiene en realidad fundamento. Y que intentar fundamentarlo es, por tanto, una tarea inútil y vacía. Sólo descubriendo su falsedad, en cuanto inconsistencia, podremos abrirnos a otra nueva identidad; sólo muriendo a él, podremos empezar a vivir.
El budismo, por su parte, nos dice que la felicidad no puede obtenerse satisfaciendo el deseo, pues nuestra sed no tiene fin. La felicidad sólo puede alcanzarse transformando el deseo. La sed básica se manifiesta organizada en torno a lo que se conoce como las tres raíces del mal o los tres venenos: codicia, odio e ilusión (que habría que transformar en sus contrapartes positivas: generosidad, compasión y sabiduría).
Por otro lado, el sentido de dualidad entre nosotros y el mundo alimenta nuestra inseguridad y, por tanto, nuestra preocupación por la riqueza y el poder. Frente a esa ilusión del yo, se trata de darse cuenta de nuestra no-dualidad con el mundo -lo cual es sabiduría- y actualizarla en el modo de vivir, -lo cual es amor-.
La iluminación consistirá en caer en la cuenta de que no necesito fundamentarme a mí mismo porque siempre he estado fundamentado; no como un ego separado, encapsulado en la piel en algún lugar detrás de mis ojos o entre mis oídos y mirando al mundo, pues nunca ha existido tal yo. Mi verdadera naturaleza es sin-forma, y no hay nada que lograrse porque nada ha faltado nunca. Cuando esto se experimenta, empieza el reino de la libertad y de la comunión, aquello que Jesús denominaba Reino de Dios.
Si nuestra tragedia consiste en el protagonismo que se arroga un yo inexistente (¡y cuánto sufrimiento puede llegar a generar esa arrogancia!), nuestra liberación vendrá de la mano de experimentar nuestra verdadera identidad de no-diferencia con lo Real, de no-dualidad con Lo Que Es. Al establecernos en ella, desaparece el yo y desaparece el vacío, dejamos de aferrarnos a lo que ni existe y ganamos libertad y comunión.
El pensamiento dualista que lleva a la crispación y al enfrentamiento
Ese mismo yo que carece de fundamento en sí mismo ve al otro como un ser separado. Y dado que la mente no puede operar si no es fraccionando la realidad, el pensamiento dualista es inevitable y, con él, la dicotomía del o yo o tú, o nosotros o ellos; dicotomía insuperable mientras permanezcamos en el pensamiento, porque, como decía en el capítulo anterior, la mente crea necesariamente una pantalla opaca entre tú y tú y entre tú y los otros; dicotomía, además, que encierra un potencial sumamente peligroso.
En la política contemporánea, corren buenos tiempos -como canta Serrat- para el pensamiento dicotómico, en el que toda la realidad se contempla en clave de blanco o negro: lo propio es siempre bueno; lo del otro, es absolutamente malo. No es extraño que con este tipo de pensamiento se acabe en la crispación o en el enfrentamiento militar.
La psicología profunda nos enseña que toda dicotomía simplista entre el bien y el mal no es sino un reflejo del mecanismo psicológico de la sombra (colectiva). Y, tal como ejemplifica el propio D. Loy, Al Qaeda y la Administración Bush no son sino dos versiones diferentes la misma guerra santa entre el bien y el mal: ambos comparten la misma interpretación del bien y del mal, un modo de pensar en blanco-y-negro que no hace sino aumentar el sufrimiento y el mal en el mundo. No deberíamos olvidar que una de las causas principales del mal en este mundo ha sido el intento humano de erradicar el mal.
Al actuar de ese modo, olvidamos que, en realidad, la lucha tiene lugar en el interior de cada uno de nosotros. Por eso, sólo el reconocimiento de el otro como un igual y el desarrollo de una relación de mutuo enriquecimiento podrá ser la solución. Todos los sabios han transmitido esta lección: En este mundo jamás el odio ha disipado el odio; sólo el amor puede disipar el odio: ésta es la antigua ley, enseñaba el Buda. No devolváis mal por mal, recomendaba Jesús.
Y D. Loy termina con una anécdota entrañable: Un anciano americano estaba hablando con su nieto tras la tragedia del 11 de septiembre y le decía: Siento como si tuviese dos lobos combatiendo en mi corazón. Un lobo es vengativo, iracundo y violento. El otro lobo es amoroso, capaz de perdón y compasivo. El nieto preguntó: ¿Qué lobo ganará la batalla en tu corazón?. El abuelo respondió: Aquel a quien yo alimente Pero el primer paso requerirá -como decía J. Vanier, el fundador de El Arca- descubrir el lobo que todos llevamos dentro.
Hacia una nueva conciencia
Ante un mundo injusto y fracturado, ante realidades cotidianas que afectan a millones de seres humanos, víctimas de la avaricia y la prepotencia de otros, podríamos empezar por una primera toma de conciencia: ¿cuál es nuestra sensibilidad humana frente a la injusticia y al sufrimiento? Ante los hechos recientes de la avalancha de inmigrantes subsaharianos a la valla de Ceuta y Melilla, escuchaba dos respuestas diametralmente opuestas. Una de ellas argüía: Nos van a invadir; ¿por qué no acaban con eso?; la otra: Cuánto dolor habrá dejado atrás esta gente para poner toda su esperanza en una valla en la que pueden dejarse la vida.
Pero no es suficiente con despertar la propia sensibilidad; necesitamos desarrollar un espíritu crítico frente a nuestro propio sistema, desde una comprensión lúcida del ser humano. Sin la sabiduría de la autolimitación, no quedaremos satisfechos ni siquiera cuando todos los recursos de la biosfera se hayan agotado. Debemos reconocer que el capitalismo (el neoliberalismo) no es ni natural ni inevitable. La comprensión económica neoliberal de lo que es la felicidad y cómo lograrla no es más que una visión entre muchas. ¿No es una forma de imperialismo cultural presuponer que el mundo desarrollado, que asume la cultura del dinero, sabe más acerca del bienestar humano que las sociedades no-desarrolladas? ¿Quién tiene necesidad de convertirse en consumidor compulsivo antes de que nadie le despierte esa necesidad por imperativos del mercado y con los engaños de la publicidad, que sabe enganchar con la sed sin fondo que todo ser humano es? Si las sociedades tradicionales tienen sus propios criterios de carencia y bien-estar, imponer criterios ajenos es una forma de imperialismo intelectual.
No hace mucho, un amigo chileno me contaba que, cuando fue a visitar a algunos parientes aymaras, de los pocos indios que quedan en el norte de Chile, se apresuraron a decirle: Por favor, no nos impongas tu idea europea de felicidad.
Frente a una sociedad tan desigual, fruto y origen de injusticia; frente a una sociedad consumista, que genera toda una mentalidad de usar y tirar, y que tiende a reducir a las personas a meros consumidores, vemos la urgencia de avanzar hacia una nueva conciencia. No es suficiente, aunque sea necesaria, la insistencia ética en vivir una austeridad solidaria.
Tampoco es suficiente, aunque sea también igualmente necesaria, la toma de conciencia del engaño psicológico que supone la identificación de la posesión con la seguridad afectiva o el intento de compensar el vacío afectivo con la acumulación de bienes materiales. Sin esa lucidez, convertimos nuestro vacío en voracidad, pulsión de apropiación, y quedamos estancados en la fase oral, como una inmensa boca que percibe toda la realidad como objeto de succión. Pero, como digo, no es suficiente. Necesitamos pasar de vivir -en el mejor de los casos- la solidaridad, discreta y momentánea, a vivir en solidaridad.
Necesitamos ir más allá, favorecer el paso hacia una nueva conciencia (transpersonal, transegoica, integral), gracias a la cual nos aproximemos a nuestra verdad radical, aquella verdad que siempre han percibido los que se han adentrado en aquel estado de conciencia. En él se descubre, como escribía en el siglo IV, el monje pseudo Basilio, que todos somos órganos de un mismo cuerpo.
Incluso desde el ángulo de la ciencia, se afirma que estamos inventando una nueva forma de vida: un macroorganismo planetario que engloba el mundo viviente y los productos humanos, que también evoluciona y cuyas células seríamos nosotros .
En ese nuevo estado de conciencia, al que accedemos por la meditación, el Todo predomina sobre las partes y el otro, cualquier otro, es percibido como lo que es en realidad: no-diferente de mí. Sólo esta nueva conciencia hará posible una nueva ética. Nuestro problema básico no es técnico ni económico, sino espiritual.
Porque la solidaridad no es, en primer lugar, un imperativo moral que haya de conseguirse a golpe de puños. Requiere, ciertamente, voluntad, esfuerzo y capacidad de renuncia. Pero requiere, sobre todo, crecer en una nueva conciencia, la conciencia de la Unidad, en la que la fraternidad se experimenta espontáneamente. Ni el niño, ni el adolescente, ni el adulto que permanece anclado en una conciencia mágica, mítica o racional, pueden vivir la solidaridad. Como mucho, reducirán el amor y a la fraternidad a un mandamiento que cumplir, en lugar de descubrirlo como la realidad que es. Pues, tal como ha escrito Ana M González Garza, el amor no es un sentimiento, sino un atributo en sí de la conciencia, que solamente puede ser experimentado con madurez y esencia cuando se ha despertado a la unidad. Volvamos a la imagen del organismo: los dedos pueden verse a sí mismos como dedos o pueden verse como cuerpo. Del mismo modo, la persona puede percibirse como un ser separado -con las secuelas de egocentrismo, soledad, miedo, ansiedad- o como Conciencia unitaria, en una percepción no-dual de Lo Que Es.
Tiene toda la razón Jesús cuando dice que cualquier cosa que hagamos a los demás se la hacemos a él (Mt 25, 40). Y se la hacemos a Dios y nos la hacemos a nosotros mismos. Jesús hablaba desde esa nueva conciencia donde El Padre y yo somos uno (Jn 10, 30). Porque cuando no hay yo, se es la realidad entera. Sin duda, Jesús vio a todas las personas como a sí mismo, a todos los seres humanos como parte de él. Y de este mismo modo lo han vivido y lo han visto los místicos de todos los tiempos.
Es esta nueva conciencia la que nos desvela la fraternidad fundamental, la que no tenemos que construir, sino la que ya es. Nos queda poner los medios para avanzar en esa nueva conciencia, en nuestra otra Identidad y, desde ella, consentir a vivir, de un modo sostenido, en la fraternidad que somos.
Para continuar
¿Me considero a mí mismo/a una persona solidaria? Sí/No, ¿por qué?¿En qué consiste, en concreto, mi solidaridad?¿Qué dificultades encuentro para vivir la solidaridad efectiva?¿Qué puede ayudarme?, ¿en qué puedo apoyarme para vivirla y qué pasos puedo dar ya en esa dirección?
Bibliografía:
-CASTILLO, J.M., La ética de Cristo, Desclée de Brouwer, Bilbao 2005.
-LOIS, J., Jesús de Nazaret, el Cristo liberador, HOAC, Madrid 1995.
-LOIS, J., El reto de la injusticia, en INSTITUTO SUPERIOR DE PASTORAL, Retos a la Iglesia al comienzo del nuevo milenio, Verbo Divino, Estella 2001, pp. 69-123.
-LOY, D., El gran despertar. Una teoría social budista, Kairós, Barcelona 2004.
-MARDONES, J.M., Fe y política. El compromiso político de los cristianos en tiempos de desencanto, Sal Terrae, Santander 1993.
-WILBER, K., Sexo, ecología, espiritualidad. El alma de la evolución, Gaia, Madrid 22005.
Conclusión
CONCLUSIÓN
Ahora no me cabe prácticamente duda alguna de que nuestra actual interpretación del universo, de la naturaleza de la realidad y en particular de los seres humanos, es superficial, incorrecta e incompleta (S. Grof).
El pensamiento divide y separa. Sólo existe una Conciencia y todos somos expresión de ella.
He querido subrayar algunas actitudes que considero básicas para aprender a vivir humanamente. Y un camino, el de la meditación, que nos ayuda a salir de la ignorancia y del sueño; nos despabila y nos ayuda a caminar despiertos, tomando conciencia y realizando lo que somos.
De la mano de la psicología transpersonal, en una consonancia llamativa con todas las mejores tradiciones espirituales, hemos reafirmado el carácter pasajero e inestable del yo, al que sin embargo debemos integrar, para que pueda ser trascendido. Trascenderlo no es otra cosa sino acceder a un nuevo estado de conciencia, más allá de los límites individuales, mentales, egoicos en definitiva; permitir que nuestra conciencia se amplíe hasta su verdadera dimensión.
Es éste un salto que produce vértigo, por las implicaciones que contiene en todos los niveles de nuestra vida. Pero, de un modo particular, para nuestra identidad habitual centrada en el yo individual, identidad que se ve amenazada de muerte y que, por ello mismo, busca todos los medios a su alcance para resistirse al cambio.
Pero no es la primera vez que la humanidad se enfrenta a un salto de estas características. Como ha quedado indicado más arriba, los estudiosos de la cultura nos hablan de un largo proceso evolutivo, a lo largo del cual, los humanos han pasado por diferentes estados de conciencia: arcaico (hasta el año 200.000 a.C.), mágico (del 200.000 al 10.000 a.C.), mítico (del 10.000 al 1.500 a.C.) y racional (a partir del 1.500 a.C, alcanzando su predominancia en torno al siglo V a.C., y su pleno apogeo con la Modernidad). En cada uno de esos saltos, se conmovieron los cimientos de la humanidad, pero se trataba, en realidad, de un proceso creciente de personalización .
De una etapa pre-personal a otra personal, el yo individual, racional y autónomo, llegó a la cima con la Ilustración y la Modernidad. Y en ello seguimos. No en vano, estos han sido los siglos del individualismo creciente. Incluso la misma Declaración de los Derechos Humanos es, ante todo, un canto al individuo, como fuente y centro de toda la realidad, hasta el punto de que ya se han levantado voces que llaman la atención sobre el riesgo de un individualismo tan marcado en esa misma Carta: el riesgo de hacernos olvidar la fundamental dimensión comunitaria y social.
En nuestra post-modernidad, inasible por otra parte y tan denostada por muchos, parecen darse cada vez más señales que apuntan al declive de aquella conciencia identificada con el yo. Señales que indicarían el umbral de un nuevo salto de conciencia, el salto a lo transpersonal.
Una vez más, un salto de estas características nos conmueve y revoluciona todo aquello que nos resultaba familiar y acostumbrado. No hay que extrañarse de que nos encontremos embarcados en una crisis de envergadura. Porque no cambian algunas cosas; cambia el marco de referencia, se modifica el ojo que mira. Y cuando lo que cambia es el sujeto, todo empieza a verse de un modo diferente.
Apuntaré únicamente, a modo de ejemplo, las repercusiones para la religión. Porque un cambio de tal magnitud en nuestro modo de ver la realidad tiene que repercutir y conmover intensamente nuestras ideas religiosas. No puede sobrevivir una religión arcaica en una cultura moderna; no puede mantenerse una religión dualista en una conciencia unitaria de lo real. Ésta es la gran cuestión de las religiones en la actualidad. No es si desciende la práctica religiosa, las vocaciones o la autoridad que se reconocía a las iglesias; la cuestión es cómo expresar, en esta nueva cultura, en un paradigma transpersonal, la experiencia que han canalizado desde siempre las religiones. Pero, desgraciadamente, éstas parecen preferir conservar lo adquirido antes que abrirse a lo nuevo, sin ser conscientes de que, al actuar así, caminan hacia el suicidio colectivo.
Como ha escrito el teólogo latinoamericano José M Vigil,
lo que está en crisis no es el cristianismo, sino la forma de ser religiosa la humanidad, que ha prevalecido desde el comienzo de la sociedad agraria... Las religiones se han mantenido en estos diez mil años como la forma religiosa propia de la sociedad agraria. En el cambio socio-cultural actual, la sociedad comienza a dejar de ser agraria, y tiene que dejar, inevitablemente, la figura agraria de la religión... Si se nos entiende, las religiones, como la forma antropológico-socio-cultural que la espiritualidad humana asumió durante estos diez milenios pasados, van a desaparecer. La espiritualidad humana va a continuar, pero transformándose, sufriendo una mutación o una metamorfosis de la cual emergerá tal vez irreconocible.
Quedará atrás la mera creencia mental, sea ésta mágica o propia del estadio egocéntrico, mítica o propia del estadio etnocéntrico, racional o propia del estadio mental. El camino habrá de pasar por la experiencia, la única capaz de dar respuesta a nuestra búsqueda y de posibilitar el avance evolutivo.
Quedará atrás la religión dualista, que concebía a Dios como un Ser separado y exterior al mundo, para emerger la experiencia no-dual de la Realidad en evolución, donde nada está separado de nada.
La espiritualidad no remitirá ya a otro mundo, desde el que se interviene en éste, sino a la dimensión de Hondura de quienes somos; a la Unidad que se expresa en la Diversidad.
Y desde ahí aprenderemos un nuevo modo de vivir, caracterizado por la des-identificación del yo, que será trascendido para acceder a un nuevo estado de conciencia, transegoica y transpersonal. Estado que ya es posible experimentar en la medida en que somos capaces de trascender el pensamiento.
Como ocurre siempre que se está ante un cambio importante, necesitaremos tiempo y paciencia para ir asumiéndolo. Respeto y apertura a la vez. En todo ello, la práctica meditativa es la herramienta preciosa que favorecerá esta nueva comprensión y hará de partera en el nacimiento de la nueva conciencia colectiva. Una nueva conciencia que será a su vez la salvaguarda del planeta y de la humanidad. Una conciencia transindividual que nos abra a nuevas perspectivas en nuestro modo de vivir y de relacionarnos. Porque, o cambia la conciencia, o no parece haber salida.
Centrados todavía en nuestro pequeño yo, nos encontramos, sin embargo, ante el umbral del Ser; ante una Realidad apenas intuida pero ardientemente anhelada, aunque sea de modo inconsciente; ante Quien somos. Ojalá tengamos la lucidez y el coraje del Espíritu para favorecer su eclosión.
Anexo
ANEXO
NIVELES DE CONCIENCIA Y PERCEPCIÓN DE LA REALIDAD
El verdadero desarrollo espiritual no es una tarea sencilla, segura ni cómoda. Ningún ego sale con vida de este camino, gracias a Dios (Bo Lozoff).
Lo sepamos o no, lo que más anhelamos es llegar a ser uno con el universo, uno con Dios (F. Kunkel).
Estamos hechos de cielo (Juan XXIII).
Frente a una doble arrogancia -la del materialismo rancio, que reducía todo a lo que podía medir, y la de del ego humano, que reducía la conciencia a su forma mental-, está emergiendo una nueva percepción más humilde y más holística. Por ello, seguramente, mucho más ajustada a lo real.
Percepción en la que convergen, de un modo sorprendente, las intuiciones de la espiritualidad oriental y de la sabiduría mística de cualquier tradición religiosa, los atisbos de la nueva física cuántica, y los estudios de la psicología transpersonal.
Nadie bien informado osa ya afirmar que todo proviene de la materia. Por el contrario, la materia no es sino energía condensada, la cual es información y, en último término, conciencia. La mente inmaterial mueve el cerebro, escribió el Premio Nobel John Eccles. Todo lo real participa, por tanto, de una misma Conciencia que lo penetra y lo envuelve todo.
Dentro de ella, la mente es sólo una forma de conciencia, un modo en el que ésta se expresa: conciencia asociada a un yo. Se trata de un logro importantísimo, por el que la conciencia se hace consciente de sí en el ser humano. Pero no agota todo lo que ella es. Aparte y antes que ella existe la Conciencia no-asociada a un yo, omni-presente y omni-abarcante.
Más aún, la conciencia humana o conciencia mental tampoco es estática. También ella, como todo lo que podemos percibir, se ve sometida a un proceso evolutivo, que podemos detectar y, en grandes líneas, clasificar. Desde la prácticamente no-conciencia inicial hasta la conciencia no-dual (del no-yo transpersonal), la humanidad se mueve en un continuum progresivamente autoconsciente. Esto nos permite hablar de estadios o niveles de conciencia.
En el ámbito psicológico, el pionero en los estudios sobre el desarrollo de la conciencia individual en los niños fue Jean Piaget (1896-1980). Desde el ámbito cultural, Jean Gebser (1905-1973) vino a descubrir que, en cierto sentido, los niveles que recorría el niño en su evolución se correspondían con los niveles que venía recorriendo la humanidad en su conjunto. A partir de estos estudios, Ken Wilber ha venido desarrollando una obra admirable, densa y extensa, sobre la conciencia humana. Posteriormente, son muchos los que continúan aplicando aquellas investigaciones a distintos ámbitos del hacer humano. Por lo que se refiere a la espiritualidad cristiana, habría que citar los nombres de H.M. Enomiya Lassalle, W. Jäger, Th. Keating, Chwen Jiuan, Th. Hand, J. Marion, A.M. González Garza
Sin entrar en la complejidad de los nueve niveles descritos por Wilber, creo que, a fin de facilitar la comprensión del texto, es suficiente hacer una alusión a los más básicos, que han sido (son) vividos colectivamente, aunque siempre haya habido hombres y mujeres que, individualmente, los hayan trascendido y hayan alcanzado estadios de conciencia superiores a los de la propia colectividad a la que pertenecían.
Los niveles básicos de conciencia que la humanidad ha recorrido podrían agruparse en estas categorías: arcaico, mágico, mítico y racional. Cada vez se hace más presente el estadio integral y podríamos estar ante el umbral, apenas incipiente, de los niveles transpersonales. Diré una palabra sobre cada uno de ellos, con el objeto de que se comprenda mejor la reflexión sobre la cuestión de Dios.
Nivel arcaico (hasta 200.000 a.C.): El hombre primordial vivía en un estado de conciencia más animal que humano, sin conciencia de un yo separado, preocupado únicamente por la lucha, la supervivencia y la búsqueda de alimento. Sin haber desarrollado la capacidad mental de ver, su conexión con la naturaleza era parte de la experiencia sensorial/emocional inmediata. Su mundo eran las sensaciones e instinto.
Nivel mágico (200.000 - 10.000 a.C.): El concepto de tiempo se expande más allá del presente inmediato, pero no mucho más, en una especie de presente expandido. Su estado de conciencia se halla inmerso en lo físico-emocional, se dedica a la caza, y recurre a la magia en busca de apoyo; al mismo tiempo, se torna súbitamente consciente de su mortalidad. Es el nivel propio de las culturas tribales, con una organización social de parentesco. En religión, predomina el animismo. El cielo, el trueno y otros fenómenos están vivos, y se pueden controlar en beneficio propio a través de palabras y ceremonias mágicas, a partir de la creencia de que el nombre da poder sobre lo nombrado.
Nivel mítico (10.000 - 1.500 a.C.): Surgió en el Neolítico y supuso un paso gigantesco: se produce una cierta organización social, empieza a desarrollarse la agricultura, aparece la escritura, se enriquece el lenguaje, la religión asume una forma diferente; lo más decisivo es que las personas empiezan a vivir en grupos y las historias a transmitirse de una generación a otra en forma de mitos. Con su desarrollo, aparecerán las grandes religiones y los grandes imperios. Caracterizados por un fuerte sentimiento de pertenencia y, en consecuencia, por un rígido etnocentrismo, son incapaces de pensar globalmente. La tolerancia, en este nivel de conciencia, lo mismo que la aceptación de la diversidad, es imposible: sería sinónimo de traición a su Dios y a su pueblo; sería, en última instancia, una amenaza para su sentido del yo, un yo que está asentado justamente en su percepción mítica de pertenencia. Las grandes religiones todavía hoy se expresan mayoritariamente en este nivel. El creyente mítico excluye de la salvación a los que no se adhieren a su fe, de donde nace la imperiosa misión de convertir a todos a la religión verdadera, por el propio bien de ellos.
Nivel racional-mental (que Wilber llama también egoico): Aparece entre el segundo y el primer milenio a.C., aunque se irá desarrollando en fases sucesivas, y se caracteriza por la aparición en escena del ego y del pensamiento abstracto. Liberado de la magia y del mito, emergido un concepto lineal del tiempo y una sensación de historia, el ego llega a verse como la única y suprema realidad. Entraña la capacidad de pensar de manera abstracta, comprender principios y afirmaciones generales. Agudizado a partir de la Ilustración (s. XVIII), es el nivel que caracteriza al adulto medio de la sociedad actual, en las diferentes instituciones, con excepción, en gran medida, de las iglesias, que siguen ancladas en el nivel mítico anterior. Esto explica las disonancias y el rechazo instintivo que suelen provocar por parte de los sectores situados en él: una persona que se mueve en un nivel de conciencia racional no puede sintonizar, en absoluto, con una imagen de Dios propia del nivel mágico o del nivel mítico. Del mismo modo que un adulto no puede ver el mundo como lo ve y lo expresa el niño. Y esto no es cuestión de buena o mala fe -como alguien situado en el nivel mítico estaría tentado de pensar-, sino, sencillamente de nivel o grado de desarrollo de la conciencia.
Nivel integral: Es el más elevado de los niveles mentales. El yo es capaz de identificarse con la mente abstracta. De ahí, brota la capacidad para pensar desde diferentes perspectivas, o mejor, desde una perspectiva global, superando las ideologías rígidas. Con ello, surgen también el interés y la preocupación por otras personas. Aparecen así, en primer plano, todas las cuestiones globales: ecología, pacifismo, apertura universalista, espiritualidad planetaria, sistemas alternativos, defensa de los débiles
Niveles transpersonales (o transmentales y transegoicos): Aunque a lo largo de la historia de la humanidad han existido hombres y mujeres que han experimentado estos niveles de conciencia, da la impresión de que, de un modo más amplio, colectivamente, nos encontraríamos hoy ante este umbral.
No me entretengo en especificar los distintos niveles transpersonales de que habla Wilber (psíquico, sutil, causal, no-dual), sino que me limito a resumir lo más característico de modo general.
Ya al final del nivel anterior (integral), comenzamos a superar a la propia mente: nos hacemos conscientes de nuestra consciencia, de nuestra racionalidad y eso permite que podamos ver la mente y el pensamiento como objetos. Al hacer así, nos situamos más allá de la mente. Dejamos de identificar al yo con la mente racional y lo comenzamos a identificar con algo que trasciende al cuerpo, a las emociones, a la mente: el testigo interior que las observa, al que podemos llamar yo permanente. De ese modo, nos vamos despegando más de la personalidad espaciotemporal. Se empiezan a superar las barreras de lo mental y de lo individual, en un estado de conciencia expandido, caracterizado por la intuición más que por el pensamiento reflexivo, por la unidad más que por el individualismo. La realidad se nos revela -de un modo sorprendentemente diferente a la percepción habitual-, como no-dual, dinámica, vacía, interconectada, acausal, paradójica...
En cualquier caso, deberíamos ser lúcidos para no aferrarnos al yo-racional como si él fuera nuestra verdadera identidad. Antes de él, el niño (y nuestros antepasados) se identificaron con el yo-corporal/emocional, el yo-mágico, el yo-mítico; al expandirse la conciencia, emerge siempre una nueva identidad. Lo que antes era sujeto, en cuanto empieza a ser observado, deviene objeto. Del mismo modo que, al poder observar el cuerpo desde la mente, el yo-corporal quedó trascendido (e integrado) en el yo-mental, al poder observar la mente, el yo-mental queda trascendido (e integrado) en aquél que observa, el testigo interior. ¿Quién ve cuando yo miro?, ¿quién comprende cuando yo leo?, ¿quién percibe que yo pienso?, ¿quién está percibiendo al yo?... La persona no se identifica como yo, sino como el Testigo. Y, a medida que permanezca en esa nueva identidad, su conciencia se ampliará y se manifestará el Testigo no-dual, la Conciencia Unitaria. ¿Y cómo verá el Testigo a nuestro yo anterior? De un modo similar a como ve el yo a nuestro cuerpo.
¿Qué tiene que ver todo esto con la cuestión acerca de Dios? Algo tan decisivo que permite comprender la marginación que actualmente está experimentado la Iglesia en el ámbito noroccidental. Cuando la mayoría de las personas e instituciones se mueven con soltura en un nivel de conciencia racional, e incluso en el integral, la iglesia permanece anclada, mayoritariamente, en el nivel mítico, en lo que se refiere a organización y lenguaje, contenidos y expresiones, imágenes de Dios y formulaciones doctrinales. En esas condiciones, pertenecer a la Iglesia implica -en muchos casos- retroceder a un nivel de conciencia mítico. No se trata, por tanto, de creer o no creer, sino de formas de vivir, de sentir, de percibir la realidad y de expresarla.
Quizás se comprenda mejor con un ejemplo, relacionado con una cuestión delicada para los creyentes: la oración de petición. Para el hombre que se encuentra en un nivel de conciencia mágico, la ceremonia bien hecha logrará provocar la lluvia (algo que, en nuestra cultura, nadie creerá, ni siquiera los más fervientes religiosos). En el nivel mítico, el creyente piensa que la oración por la lluvia puede mover el corazón de Dios que, al final, puede concedérnosla. Del mismo modo que el niño, entre 7 y 12 años, puede pensar en Dios como un Ser bueno que hará milagros a su favor, siempre que se porte bien. Pero eso no es un dogma de fe; es sólo una formulación típica de ese estado de conciencia. Lo único que ocurre es que las formulaciones de las grandes religiones se produjeron en el nivel mítico, lo cual explica que las personas religiosas se hayan identificado tanto con ellas, hasta el punto de considerarlas definitivas. Con ello, no hacen sino permanecer en la ignorancia y autoexcluirse de la historia de la evolución de la conciencia. Pero sigamos con nuestro ejemplo. En un nivel racional, el creyente racionalizará su petición y dirá someterse a la voluntad de Dios, porque Él sabe mejor lo que nos conviene. Y, al mismo tiempo, inventará sistemas de regadío, porque empieza a intuir que la realidad se maneja por leyes autónomas, al margen de intervencionismos extramundanos. En niveles transpersonales de conciencia, el creyente sigue pidiendo -anhelando- todo lo que necesita, pero no se dirige al dios exterior de la conciencia mágica o mítica, ni al dios racionalizado, sino, más allá de todo dualismo (típico del nivel mítico e incluso racional), a la dimensión divina que experimenta no-separada, a Lo Que Es. Y esa oración será eficaz, porque nada nos haría estar más en unidad con Dios y con las personas por las que oramos.
Con ello, no se ha perdido nada, no se ha perdido la fe -como suelen gritar los creyentes míticos, cuando escuchan formulaciones diversas a las suyas-, sino que se ha dado otro paso decisivo en la marcha evolutiva de la humanidad, en la que la Conciencia va desvelando su Rostro.
Todos los místicos han experimentado esa Unidad en Dios, aunque tuvieran que expresarla en categorías propias de su propio paradigma cultural. Incluso santa Teresa de Jesús, ejemplo de oración relacional y afectiva, en su obra de madurez, se ve llevada por su propia experiencia a reconocer la Unidad, echando mano de imágenes atrevidas:
Digamos que sea la unión como si dos velas de cera se juntasen tan en extremo, que toda la luz fuese una... Acá es como si cayendo agua del cielo en un río o fuente, adonde queda hecho todo agua, que no podrán ya dividir ni apartar cuál es el agua del río, o lo que cayó del cielo; o como si un arroyico pequeño entra en la mar, no habrá remedio de apartarse; O como si en una pieza estuviesen dos ventanas por donde entrase gran luz; aunque entra dividida, se hace todo una luz (7 Moradas 2,4,).
Queríamos responder a la pregunta ¿cómo orar? Imaginemos algo: ¿de qué modo tan diferente le hablaría una gota al océano, estando todavía separada o una vez que hubiera caído en él? ¿Cuál de los dos modos sería más pleno? Pues bien, en la tradición mística, hablar de oración implica favorecer el paso de la separación (pensada) a la Unidad que Es, Unidad-en-la-Diversidad o No-dualidad. Lo que ocurre es que ese paso únicamente puede darse cuando se trasciende el pensamiento.
He dicho más arriba que la mente humana no puede acceder a la No-dualidad; más aún, le parecerá un dislate, porque la misma mente es dualista: sabe lo que es uno y lo que son dos, pero no puede saber lo que es el no-dos. Si no pudiera separar los objetos, se colapsaría, terminaría bloqueada. La mente puede funcionar en tanto en cuanto separa y fracciona la realidad. Por eso, mientras permanezcamos en el pensamiento, no podremos ver la realidad sino de un modo dualista. Del mismo modo que el niño, mientras permanece en su identidad corporal, es incapaz de acceder al pensamiento abstracto. Pero detén la mente y el dualismo desaparecerá. Y, al trascender el pensamiento, despertarás al reconocimiento de Lo Que Es.
Ése es el servicio que las religiones y las iglesias deberían ofrecer. Apartándose del discurso mitológico y de la interminable palabrería mental, de la moralización y del protagonismo, favorecer el desarrollo de la conciencia y posibilitar la genuina experiencia espiritual.
Y ¿por qué ayudar a las personas para que alcancen ese otro nivel de conciencia?
Porque es el siguiente peldaño en la evolución de la humanidad.
Porque ahí es donde residen las auténticas fuerzas transformadoras.
Porque es el camino de la autorrealización y autotrascendencia.
Porque es fuente de libertad y de comunión (¿quién me quita la libertad sino mi yo?, ¿quién impide la unidad, sino el mismo yo?).
Porque la ampliación de la conciencia hará posible el cambio del corazón humano y, así, la transformación de nuestra sociedad y de nuestro mundo.
Porque el horizonte es la Unidad: todo proceso espiritual conduce hacia ella.
Porque es en el ámbito transpersonal donde encontramos el sentido de nuestra vida: experimentamos quiénes somos, inmortales y uno con todo.
Sólo esa nueva conciencia dará respuesta al anhelo humano, nos liberará de la agotada prisión egoica -de los callejones sin salida donde se encuentra el yo-, permitirá avanzar en humanización y establecerá las condiciones que posibiliten la emergencia y manifestación creciente de la Belleza amorosa y radiante del Espíritu, la Unidad Que Somos/Es.